El primer golpe llegó como presagio de la tormenta que se avecinaba. Los cinco ertzainas habían oído antes ese sonido: el ruido seco de una piedra que impacta contra la chapa de un vehículo. Sabían perfectamente de lo que se trataba. Estaban destinados en Rentería y prácticamente todas las semanas tenían que enfrentarse a episodios de violencia callejera. Pero en esta ocasión apenas tuvieron tiempo de cruzar sus miradas.
A la primera piedra le siguió otra. Y otra. Y otra. Fue un ataque rápido, pero muy intenso. Imposible determinar cuántos ladrillos impactaron contra la vieja furgoneta de la Ertzaintza. Lo que sí se sabe es que uno de los objetos destrozó una de las ventanas laterales. Y que fue por ese agujero por donde los encapuchados introdujeron el cóctel molotov que desfiguró al ertzaina Jon Ruiz Sagarna y causó graves quemaduras a los otros cuatro agentes. Dos chicas que pasaban por allí sufrieron también severas heridas al ser arrolladas por el furgón, convertido en una incontrolada bola de fuego.
El cóctel molotov que cambió para siempre la vida de estas personas no era uno cualquiera. El artefacto contenía una mezcla de gasolina y ácido sulfúrico, además de una capa de polvo de clorato de potasio aplicada al exterior de la botella para facilitar la reacción química. Una auténtica arma preparada para matar que impactó de lleno sobre Ruiz Sagarna, al que su pasado como conductor de ambulancias en la DYA le colocó aquel día al volante de la furgoneta policial.
El habitáculo se convirtió en un infierno de fuego y gases tóxicos en cuestión de segundos. La temperatura llegó a alcanzar los 1.000 grados. Había que escapar. Cada uno como pudo. Ruiz Sagarna perdió el conocimiento y fue el único que no pudo hacerlo por su propio pie. Todavía hoy ni sus propios compañeros saben quién fue el que tuvo el valor de entrar en la furgoneta en llamas para sacarlo de allí.
Juanjo M. fue el último ertzaina que consiguió salir de aquel infierno. Han pasado 20 años desde aquella emboscada que trastocó la vida de estas personas y que, desde una perspectiva más general, marcó un punto de inflexión en la trayectoria de la Ertzaintza y en su lucha contra la kale borroka. Juanjo, que hoy sigue trabajando en una comisaría, recuerda aquel día con precisión. Desde que les citaron en el centro policial para preparar el dispositivo policial previsto para afrontar el ‘borroka eguna’ convocado por la izquierda abertzale con motivo de la aparición de los cadáveres de Lasa y Zabala, secuestrados y asesinados por los GAL en 1983. Cómo olvidar todo aquello.
«Yo estaba sentado detrás. Había convocada una manifestación una hora más tarde y nos mandaron a cubrir la estación del ‘topo’, que solía ser una zona caliente. Al pasar por la plaza escuchamos muchísimos golpes. La furgoneta paró en seco y me di un golpe fuerte. Me levanté. La parte delantera del vehículo estaba ya cubierta por las llamas. Traté de escapar por la puerta trasera. Estaba bloqueada. Empecé a patadas y puñetazos con la puerta. Me destrocé el hombro tratando de abrirla, pero era imposible. Al final me tapé la cara con las manos y me metí en el fuego para salir por una puerta lateral. Cuando por fin lo conseguí tenía el pelo envuelto en llamas. Yo no me di cuenta. Fue un compañero el que me avisó. Estaba confundido. No entendía nada. La munición había empezado a estallar dentro de la furgoneta. Uno de mis compañeros tenía los brazos ardiendo y el arma se le había pegado a la mano por el ácido. Luego vi dos chicas tiradas en el suelo, mientras seguían cayendo piedras a nuestro lado», recuerda este agente en una conversación con EL CORREO. Los cinco ertzainas y las dos chicas jóvenes sufrieron graves heridas que tardaron meses en sanar. Incapaz de superar lo ocurrido, a Óscar M. le concedieron la invalidez absoluta años después de que le diagnosticasen estrés postraumático. Pero las quemaduras de Ruiz Sagarna conmocionaron a la sociedad vasca. Jon tenía un 55% del cuerpo afectado: cabeza, cuello, tronco, extremidades... Prácticamente todo su cuerpo quedó abrasado. El fuego y el ácido no respetaron ni sus ojos ni su voz. Llegó al hospital con el casco antidisturbios fundido sobre la cabeza. Pasó un mes entre la vida y la muerte. Los médicos le daban un 5% de posibilidades de supervivencia. Pero lo hizo. Tal vez, por la fuerza que le transmitió su mujer Ana y la esperanza de ver crecer a su hijo Íñigo, que entonces apenas tenía un año.
‘Quemaertzainas’
Comenzó entonces un proceso lento y muy doloroso para cerrar las heridas. Las visibles y las que no lo son tanto. Los médicos explican que las grandes quemaduras son uno de los traumatismos que «mayor impacto» producen en las víctimas por las circunstancias en las que se producen y por las «consecuencias» que conllevan. Y el caso de Jon fue extremadamente dramático.
El joven policía permaneció ingresado seis meses en el hospital de Cruces, donde fue sometido a seis dolorosas operaciones. Desde entonces ha sido sometido a muchas más y recibió constante apoyo psiquiátrico. Durante mucho tiempo tuvo que llevar un traje especial para proteger su delicada piel y no se atrevió a salir a la calle. Y cuando se animaba, lo hacía protegido por una visera y por una malla de color carne. Su testimonio impresionó a los asistentes al juicio que se celebró en San Sebastián contra los tres acusados de quemarle vivo. «Con mi aspecto no podré hacer vida normal en los próximos años. Yo creo que los médicos no saben por dónde empezar a practicarme la cirugía plástica», confesó Jon, resguardado por un biombo.
En una conversación con este diario, Ruiz Sagarna agradeció el interés. Hoy está mejor. Se volcó en su familia y desde aquello tuvo otros tres hijos. Todos los años se reúne con dos de sus compañeros aquel día, Juanjo y Germán, para celebrar que «volvieron a nacer». Pero Jon declinó participar en el reportaje porque recordar lo ocurrido sigue siendo demasiado doloroso.
El fiscal que llevó el caso, Luis Navajas, que en la actualidad es teniente fiscal del Tribunal Supremo, recuerda la profunda impresión que le produjo el brutal ataque. «Querían quemarles vivos», resume. Al representante del Ministerio Público también le llamó la atención la frialdad de los acusados, que firmaron un panfleto asegurando Tres de los jóvenes que participaron en la emboscada fueron condenados a seis años de cárcel cada uno por la Audiencia de San Sebastián. La base de la sentencia fueron los testimonios de unos ertzainas que seguían a estos radicales en el marco de una investigación. Un mando recuerda las dificultades y presiones que sufrieron los agentes –también se denunciaron amenazas a jueces– durante el proceso judicial. El Supremo, sin embargo, duplicó las condenas al concluir que sí existió ánimo de matar. que no eran «unos ‘quemaertzainas’» y deseando una pronta recuperación para las dos muchachas. Nada dijeron, en cambio, de los policías. «Esta gente cosificaba a sus víctimas. Sentían la misma sensibilidad hacia ellos que yo cuando mato una cucaracha», ilustra.
Dentro de la Ertzaintza, Sagarna se convirtió en un símbolo. Hay agentes que no conocen los nombres de los ertzainas que fueron asesinados a manos de ETA, pero es difícil encontrar alguien que no sepa lo que pasó aquel día en Rentería. Sagarna se convirtió, a su pesar, en el recuerdo vivo del horror, de una época en la que los ataques de kale borroka se repetían cada fin de semana y los funcionarios salían a patrullar sin el equipamiento adecuado y con la certeza de que tenían muchas posibilidades de sufrir una emboscada.
Muchos policías autonómicos habían sufrido antes ataques con cócteles molotov –en Rentería, sólo unos meses antes, otro agente tuvo que tirarse al río para librarse de las llamas–, pero fue a partir de entonces cuando el Gobierno vasco accedió a dotar de buzos ignífugos y botas a los patrulleros de Seguridad Ciudadana. Además de mejorar los medios materiales, la Policía vasca empezó a ocupar espacios urbanos donde «había cierta impunidad» y a luchar contra la kale borroka en lugares donde «hasta entonces no entrábamos». «Cuando pedimos trajes especiales después de que quemasen a un compañero nos dijeron que esas cosas eran para los bomberos. Pero con lo de Sargarna todos explotamos porque no aguantábamos más», recuerda un mando de la comisaría de Rentería en aquella época.
«Me tiré al río sin saber si había agua porque no conseguía apagar el fuego»
Meses antes del ataque, otros dos agentes de la Policía vasca sufrieron una encerrona similar en la localidad guipuzcoana
El ataque que sufrieron Ruiz Sagarna y sus compañeros en marzo de 1995 provocó una explosión de indignación entre los ertzainas, sobre todo en la comisaría de Rentería. Aquella emboscada obligó al Departamento de Interior a dotar a los patrulleros de buzos ignífugos, que hasta entonces estaban reservados para los antidisturbios de la Brigada Móvil, y con el paso del tiempo se a empezaron a incorporar vehículos blindados.
Sin embargo, la ‘rebelión’ de los agentes no se debió sólo a las graves quemaduras que sufrieron sus compañeros. El problema es que llovía sobre mojado. Hacía sólo seis meses que una pareja de ertzainas había sufrido un ataque muy similar. También en Rentería. Una patrulla recibió el aviso de que la carretera nacional estaba cortada. Por aquel entonces no se hacían comprobaciones previas. Antes de llegar al punto donde había un autobús incendiado, un grupo de encapuchados rompió con piedras la luna del coche e introdujo un cóctel en su interior. Afortunadamente, aquel artefacto no contenía ácido sulfúrico.
Se da la circunstancia de que algunos de los ertzainas que sufrieron meses después la emboscada que desfiguró a Sagarna estuvieron custodiando en el hospital a estos agentes. «Ya habíamos protestado. Imagínese la rabia de la gente cuando volvió a pasar lo mismo», comenta un policía de Rentería.
Josu tenía 23 años y apenas 12 meses de servicio en la comisaría de la localidad guipuzcoana cuando sufrió la emboscada. No tuvieron tiempo ni de avisar al centro policial. Recuerda perfectamente como en cuestión de segundos el interior del coche se incendió. Aquello se convirtió en el «sálvese quién pueda». Salió del vehículo con el cuerpo en llamas, sobre todo la parte izquierda. «Me tiré al suelo y empecé a rodar. Pero no me apagaba. Nos seguían tirando piedras. Así que me lancé al río desde varios metros de altura. No sabía ni si había agua. Menos mal que la marea estaba alta. Mi compañero se fue hasta una empresa, donde le ayudó un vigilante jurado que luego tuvo problemas por eso», detalla Josu. No se llegó a condenar ni a detener a nadie por aquel ataque.
El coche particular, calcinado
Este ertzaina todavía se emociona al recordar lo ocurrido. Sufrió quemaduras en el 25% de su cuerpo y estuvo 18 meses de baja hasta que pidió el alta voluntaria, pese a las recomendaciones de la psicóloga. La recuperación fue muy dura. Y no sólo por las operaciones de piel, sino por los altibajos emocionales que sufría cada cierto tiempo. El ataque a sus compañeros de Rentería fue un mazazo. «Lo pasé mal porque pensé que conmigo habíamos aprendido una lección. Pero me di cuenta de que no había servido para nada», lamenta. Unos meses más tarde, unos radicales que le identificaron como ertzaina también quemaron su coche particular en la puerta de su casa. «Sentí impotencia», resume.
Josu tiene reconocida una discapacidad del 33%. Hoy está mejor. Es padre de dos niños y se siente muy agradecido a todos los que le apoyaron –médicos, compañeros, amigos, sus padres– en los momentos duros. Aunque hace pocos años tuvo que recibir apoyo psicológico cuando le quitaron una comisión de servicio y le volvieron a ordenar que patrullara las calles, donde sigue hoy en día.